miércoles, 7 de julio de 2010

Not Myself Tonight (Jay Pee's Orchestral Version)



Not Myself Tonight (Jay Pee's Orchestral Version)


Not Myself Tonight ((Jay Pee's Orchestral Version w/vocals)

Aquí les dejo una versión orquestal de la canción de Christina que hice usando el programa GarageBand de Apple. Una es instrumental, la otra con la voz de Xtina.
Espero que la disfruten!

martes, 6 de abril de 2010

jueves, 11 de marzo de 2010

Nachos

Qué puedo decirles yo de los nachos con queso. Son deliciosos, suculentos, antojables, especiales, orgásmicos. Son una recompensa que de vez en cuando me doy al terminar el día. Para mí es todo un ritual el comer nachos. Primero que nada, tienen que estar bien servidos, con una cantidad masiva de queso derretido y el número exacto de chiles para que alcance a alternar entre un nacho con chile y uno sin chile mientras me los estoy comiendo. Y no puede faltar acompañando a los nachos un vaso bien frío de Coca-Cola.

Se preguntarán cuál es la historia o el motivo que genera mi fuerte gusto por los nachos. Esta vez los defraudaré. Creo que es una cosa de nacimiento.

Comer nachos y degustarlos debidamente es de las cosas que más me hacen disfrutar del tiempo. Es toda una experiencia y un arte. Tomar el primer nacho, ese que está cubierto totalmente de queso, elevarlo y darle una mordida. Luego tomar el segundo, el que tiene el chile jalapeño encima. Sentir el jugo del jalapeño al mismo tiempo que el queso es una sensación de sabor inigualable para mí. Oír el crujido de las mordidas cada que tomas un nuevo nacho es como escuchar los pasos de los ángeles en el cielo. Ese sabor saladito, rico, simplemente me vuelve loco. Un trago de Coca-Cola para limpiar el esófago y a seguirle hasta terminármelos.

En la cíber plaza, en la dulcería del cine, en casa de mi tía. No importa el lugar, los puedo comer donde sea.

sábado, 6 de marzo de 2010

Queso!


Desde que soy pequeño me encanta el queso. Gran parte de la culpa de esto es de mi abuelo paterno, Juan. Siempre que mis papás y yo íbamos a visitarlo tenía una bandeja con cubitos de queso gouda y un chorrito de salsa Maggi a un lado. Anhelo mucho esos recuerdos. Aquellas visitas en fin de semana a su edificio. Él vivía en el tercer piso.

Tenía un elevador y siempre me emocionaba por apretar el botón para abrir las puertas. A veces las reuniones eran en la cantina de madera que tenía junto al comedor, a veces eran en la azotea al lado del penthouse. También a veces sólo íbamos nosotros y a veces iban todos mis tíos y primos. Comíamos cosas deliciosas como carnitas, chicharrones, tostadas de cueritos y otras tantas cosas, pero eso sí nunca podía faltar el queso. Yo tomaba Coca mientras los demás bebían ron, whisky o brandy. Mi abuelo tenía un gusto muy fino para los vinos.

En el tercer piso, mi abuelo tenía un cuarto especial lleno con juguetes. Había castillos, figuras de acción, carros, naves, una infinidad de cosas. Además coleccionaba modelos de barcos y algunas piezas de escultura, las cuales tenía en la sala. También había un teclado que siempre me gustaba tocar. Nunca aprendí música formalmente, me hubiera gustado hacerlo ya que considero que tengo un buen oído y me gusta componer. La tarde se terminaba y aquellos sábados de diversión llegaban a su fin. Nos despedíamos, bajábamos el elevador y nos despedíamos por última vez desde abajo, saludando a lo lejos desde abajo. Estas visitas son de los recuerdos que más caracterizan mi infancia.

No conviví mucho tiempo con mi abuelo Juan pues pasaba más tiempo en casa de mi abuela materna. Él murió el año pasado, en el mes de mayo. A veces aun cuando lo recuerdo me llega un poco de nostalgia porque, a pesar de que no lo conocí perfectamente, lo quise mucho. Me hubiera gustado conocerlo un poco más, tuvo una vida muy interesante. Supongo que habrá mucho tiempo para conocerlo después, cuando lo alcance en el lugar al que haya ido.

martes, 16 de febrero de 2010

MGM Cartoons


Cuando voy a Celaya, algunos fines de semana me toca pasarlos con mi papá y mis hermanos. Lo que hacemos en estos fines suele ser casi siempre lo mismo, pero siempre la pasamos genial. Paseamos un rato por el centro, compramos chicharrones o elotes, desayunamos barbacoa, comemos carnitas o mariscos, rentamos películas y las vemos juntos, vamos a misa, nos despertamos tarde, cenamos tacos de Pepe o tacos al pastor. En fin, tenemos una serie de actividades que nos gusta hacer y las vamos haciendo aleatoriamente.

Pero es muy peculiar una actividad que muy pocas veces se da cuando mi papá aún sigue dormido y mis hermanos y yo nos despertamos y nos bajamos a ver la televisión. Cada quien se acomoda en su asiento favorito, nos ponemos a gusto y prendemos la televisión. Le cambiamos al canal Toontown, donde pasan caricaturas viejas, y nos ponemos a ver las caricaturas de la MGM. Estas caricaturas desde siempre me han encantado.

Recuerdo cuando era niño y que me ponía a ver estas caricaturas con mi abuelito Eduardo, el papá de mi mamá, pero el falleció cuando yo sólo tenía 6 años. Son muy pocos los recuerdos que tengo de mi abuelito, pero éste es uno de ellos y me parece curioso que disfrute de la misma manera, las mismas emociones y sensaciones, viendo estos dibujos animados con mis hermanos que como cuando las veía con mi abuelo. Nos atacamos de risa y nos divertimos.

¿Quién iba a decir que aquellos pequeños gemelos llegarían a ser tan listos y astutos como lo son ahora? La relación que tengo con mis hermanos es increíble. Tenemos nuestro propio sentido del humor, nuestro lenguaje, nuestras frases. A pesar de que no se los diga muy seguido, en verdad me preocupo por ellos estando desde aquí y los quiero mucho.

viernes, 5 de febrero de 2010

Amateur

No hay cosa que me ponga más de malas que ir a un lugar nuevo, totalmente desconocido para mí, y no saber qué procedimiento seguir o cómo comportarme. Pero más que odiar eso, odio el hecho de verme como principiante o nuevo cuando llego y que la gente que está en ese lugar se dé cuenta de esto. Odio tanto esa sensación que a veces para evitarla pretendo como que ya había estado en ese lugar antes. Hago un estudio del espacio rápidamente con mis ojos y trato de identificar cosas como dónde está el baño, si se pide la cuenta en la mesa o se paga en caja, cosas de ese estilo. Incluso a veces busco por internet para saber cómo es el lugar y cómo se llega rápidamente. También identifico rápidamente quién me va a atender, para no tener que estar preguntando por todas partes. No me gusta preguntar por indicaciones, simplemente no me gusta.

Y no es que no me guste conocer lugares nuevos. Me encanta visitar cafés, bares y restaurantes a los que no había ido antes y que me han recomendado. También a veces necesito acudir a tiendas a comprar material que necesito. El hecho de conocer esos nuevos lugares no me desagrada. Lo que no puedo soportar es verme como un amateur frente a la gente en el establecimiento. Es muy curioso pero, por una razón u otra, nunca me ha gustado esa sensación.

Y no hablemos de cuando voy con mis papás a un lugar nuevo, donde hacen aún más obvio el hecho de que no habían estado ahí. Recuerdo mucho una vez que llegamos al hotel en la playa, el mismo del texto anterior, y mi papá estaba preguntando demasiadas cosas. Me dieron ganas de huir al cuarto y que se quedara ahí, viéndose como si nunca se hubiera registrado en un hotel.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Música/Madrugada/Playa

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Fue hace poco más de medio año que descubrí una de las cosas que más tranquilidad y paz me han dado. Era el mes de julio y estaba a punto de partir a Ixtapa con mi papá y mis hermanos. Como podrán imaginarse, el viaje fue muy tedioso y cansado, ya sea por el calor o las discusiones sin sentido a lo largo del camino. Llegamos al hotel y lo único que hacíamos era andar a las prisas para aprovechar el día y no perder tiempo. Si aprovechar el día significa andar todo el tiempo enojados y discutiendo, pues empezamos aprovechando muy bien el viaje. En fin, la convivencia entre mis hermanos y mi papá pues nunca ha sido del todo muy buena. Pero cuando se dan esos momentos en los que todos estamos en paz, y simplemente disfrutamos de la compañía y presencia de los cuatro, es algo que realmente atesoro. Y fue así que, en uno de esos días en la playa, los cuatro pudimos convivir armónicamente y al final del día me sentí muy bien. Pero aún sentí me faltaba algo.

Decidí salir del cuarto en la madrugada, casi instintivamente. Era aproximadamente la una de la mañana. No me lleve nada más que mi Ipod, mi pijama y mis sandalias. Bajé con toda la tranquilidad del mundo hasta la playa, como si tuviera una esfera que me protegiera de los demás. Algunas personas llegaban a sus cuartos, otras aún seguían de fiesta. Atravesé las albercas y llegué a la arena, a buscar un camastro donde pudiera simplemente estar conmigo mismo. El mar estaba tranquilo, la noche no era fría ni fresca. En mi iPod reproduciéndose se encontraban Beethoven, Mozart y la música de Las Horas, compuesta por Phillip Glass. Y ahí estaba yo, recostado en un camastro, escuchando composiciones clásicas hermosas con el fondo de las olas, con mi mirada perdida en la oscuridad y la inmensidad del mar. Pasé cerca de hora y media ahí, simplemente deleitando mis sentidos; derramando algunas lágrimas por sentimientos evocados en las melodías, y por la belleza en si de las mismas, y también por la experiencia tan abrumadora pero que hizo sentir tan vivo.

Muchas veces me llego a preguntar de qué vale la pena vivir. Dios me dio una respuesta ese día. Escuchando música por la madrugada en la playa.

martes, 2 de febrero de 2010

Carritos Chocones

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Así como existen cosas en la vida que te llenan de felicidad y te hacen sentir bien, también las hay aquellas que con tan sólo mencionarlas te amargan el día, ya sea porque tuviste una mala experiencia o porque simplemente no son de tu agrado ni van contigo.

Por el título del texto me imagino que ya se dieron una idea de qué tratará esto. Así es, lo confieso, odio a mas no poder los carritos chocones Siempre que voy a la feria es lo mismo. He ahí yo, caminando muy contento entre puestos de comida y frituras, feliz de la vida con un algodón de azúcar. Niños jugando con aros y pistolas, corriendo unos tras otros. Al fin llegamos al área de juegos y todo se ve muy bien. Pero de repente, a unos cuantos metros, escucho el sonido de metal arrastrándose. El choque de los fierros me da escalofríos. Mis hermanos, gracias a Dios, rara vez les dan ganas de subirse pero cuando eso pasa, yo siempre me abstengo. Pero este desagrado, como la mayoría de las cosas, tiene su explicación debido a una experiencia en el pasado.

Mis recuerdos de mis primeros años son muy vagos, pero las pocas cosas que recuerdo son las que me han marcado y de alguna forma construido parte de mi personalidad. Esta historia en particular se dio cuando yo tenía entre tres y cuatro años. Había ido a la feria con mis tías y también iban mis primos que son diez y doce años mayores que yo. Quisieron subirse a los famosos carritos chocones y pensaron que era buena idea subirme a mí también para que viviera una nueva experiencia. Fue tan no grata la experiencia que en mi vida volveré a subirme a esas cosas. Salí sangrando de la nariz y llorando. Sé que suena un poco ridículo o inclusive extremista, pero creo que en ese momento mi mente tomó la decisión de nunca volver a dejar que mi cuerpo abordara una de esas pequeñas simulaciones de carro con el único motivo de manejarlas torpemente para chocar.

lunes, 1 de febrero de 2010

Paletas de Grosella


Muchas veces, a lo largo de nuestra vida, vivimos acciones o experimentamos sensaciones que, de una manera u otra, nos brindan un poco de alegría, porque sabemos que son cosas muy nuestras. Puede que estemos a la espera de ellas diariamente, o que nosotros mismos tengamos la responsabilidad de que sucedan, pero nadie puede negar que disfruta de vivir cosas que para algunos puedan ser insignificantes pero que, para uno mismo son la más clara definición de alegría.

Un claro ejemplo que me viene a la mente para ejemplificar uno de mis casos son las paletas de grosella de aquella tienda por casa de mi abuelita. Tan sólo imaginen. Es domingo y la familia de mi papá está reunida. Mis primos grandes han venido desde el Distrito Federal y San Luis Potosí. Mi tía está con su novio italiano y mi otra tía con su marido mexicano de padres holandeses. Mi papá apenas viene a sentarse a la mesa y su plato ya no está caliente. Tampoco esta frío ni a buena temperatura, pero a él así le gusta comer. A algunos metros se escuchan las risas de mis primos chicos y mis hermanos, gemelos de 12 años. La conversación en la mesa es sobre viejos recuerdos de cuando mi papá y mis tíos eran jóvenes. Hablan sobre las experiencias tan chuscas y divertidas que les tocó vivir en compañía de mis abuelos, cuando todavía vivían. Todos ríen y comparten sus puntos de vista. Pasan una o dos horas y empieza a llegar la hora de partir. En este momento, cuando todavía nadie sale de la casa pero están a punto de hacerlo, cuando los niños aún están jugando sin saber que pronto terminará su diversión e irán a sus casas a prepararse para mañana, es cuando decido tomarme un momento para mí mismo.

Papá, ya vengo. Le aviso que saldré pero no le digo a donde voy. Es mi momento, mi pequeño momento, que puede parecer muy insignificante, pero que satisfacción me da. Salgo de la casa de mi abuelita, allá en el centro de Celaya, y me dirijo a la paletería. Siento el aire sobre mi cara, respiro y simplemente me siento vivo. Amo el momento, amo aquella calle solitaria, el clima perfecto. Llego a la esquina. No hay gente comprando en la tienda. Una paleta de grosella, por favor. Se me hace agua la boca. Por un momento me detengo, Mejor que sean tres. Una para Alan, una para André. Si tan sólo todos los domingos pudieran ser así. Seis de la tarde, día nublado. Comprando paletas de grosella. Si tan sólo fuera así de simple.